Mi padre me contó que la única vez en su vida que vió llorar a mi abuelo Pío, fue en una cena familiar cuando Yrigoyen fue derrocado.
Aquellas lágrimas, el golpe de Estado del ´30 y sus consecuencias, signaron la vida de mi viejo y su generación. Rupturas institucionales, personajes sombríos que declaraban en cada asonada su intención de emprender una falsa refundación de un país adulterado, líderes mesiánicos que bañaron de temor, autoritarismo y hambre a varias generaciones de argentinos.
En 1982 yo tenía 14 años. A pesar del contexto dictatorial, la política se colaba sistemáticamente en mi casa, como tema central de los almuerzos familiares de los domingos.
No estuve en la Federación de Box en julio, ni tampoco en el Luna Park en diciembre de aquel año; pero mi viejo me llevó a todos los actos multitudinarios que vinieron después, durante esa inolvidable campaña de Alfonsín.
Lo hacía con recelo, con el temor visible de mi familia; aún regía una dictadura militar y yo recién había dejado la infancia atrás.
Nunca creyó en que el peronismo fuera derrotado, a pesar del entusiasmo contenido que lo desbordaba y de mis irreflexivas diatribas acerca del triunfo de Alfonsín. Su experiencia personal le indicaba otra cosa.
Me hice radical, fui un militante adolescente que no faltó a concentración alguna por la democracia. Me sumé a Franja Morada y en 1986, junto con un grupo de amigos ganamos las elecciones del Centro de Estudiantes de nuestra escuela secundaria. Más tarde vendrían los tiempos de la militancia partidaria.
Mi padre seguía mis acciones con escepticismo y entusiasmo. Intuyo que también con un poco de preocupación.
Nunca creyó en que la democracia se establecería para siempre. Su experiencia personal le indicaba otra cosa.
Raúl Alfonsín le entregó a mi generación un liderazgo positivo, enriquecedor, colmado de valores e ideas que la marcaron por el resto de la vida.
Le dió una razón para vivir. Pero fundamentalmente, le vedó un motivo para morir, o su opuesto, una causa para matar.
Nosotros los radicales, con Alfonsín como guía, somos y seremos la vida; siempre defenderemos la paz.
Por más que busque, y busque una vez más en mis cajones, no podré encontrar palabras para expresar un homenaje a Raúl Alfonsín, ni para agradecerle su enorme entrega personal.
Mis palabras siempre resultarán pequeñas, siempre me parecerán insuficientes.
Sólo puedo decir, que en aquella madrugada del 11 de diciembre de 1983 yo también vi llorar a mi padre.
Y que aquellas lágrimas, a diferencia de las de Don Pío, eran de regocijo.
Nos queda mucho trabajo aún para construir 100 años de democracia, para terminar de armar el país que soñaron nuestros abuelos, y nuestros hijos merecen.
Radicales, unidos, ¡adelante!.
Aquellas lágrimas, el golpe de Estado del ´30 y sus consecuencias, signaron la vida de mi viejo y su generación. Rupturas institucionales, personajes sombríos que declaraban en cada asonada su intención de emprender una falsa refundación de un país adulterado, líderes mesiánicos que bañaron de temor, autoritarismo y hambre a varias generaciones de argentinos.
En 1982 yo tenía 14 años. A pesar del contexto dictatorial, la política se colaba sistemáticamente en mi casa, como tema central de los almuerzos familiares de los domingos.
No estuve en la Federación de Box en julio, ni tampoco en el Luna Park en diciembre de aquel año; pero mi viejo me llevó a todos los actos multitudinarios que vinieron después, durante esa inolvidable campaña de Alfonsín.
Lo hacía con recelo, con el temor visible de mi familia; aún regía una dictadura militar y yo recién había dejado la infancia atrás.
Nunca creyó en que el peronismo fuera derrotado, a pesar del entusiasmo contenido que lo desbordaba y de mis irreflexivas diatribas acerca del triunfo de Alfonsín. Su experiencia personal le indicaba otra cosa.
Me hice radical, fui un militante adolescente que no faltó a concentración alguna por la democracia. Me sumé a Franja Morada y en 1986, junto con un grupo de amigos ganamos las elecciones del Centro de Estudiantes de nuestra escuela secundaria. Más tarde vendrían los tiempos de la militancia partidaria.
Mi padre seguía mis acciones con escepticismo y entusiasmo. Intuyo que también con un poco de preocupación.
Nunca creyó en que la democracia se establecería para siempre. Su experiencia personal le indicaba otra cosa.
Raúl Alfonsín le entregó a mi generación un liderazgo positivo, enriquecedor, colmado de valores e ideas que la marcaron por el resto de la vida.
Le dió una razón para vivir. Pero fundamentalmente, le vedó un motivo para morir, o su opuesto, una causa para matar.
Nosotros los radicales, con Alfonsín como guía, somos y seremos la vida; siempre defenderemos la paz.
Por más que busque, y busque una vez más en mis cajones, no podré encontrar palabras para expresar un homenaje a Raúl Alfonsín, ni para agradecerle su enorme entrega personal.
Mis palabras siempre resultarán pequeñas, siempre me parecerán insuficientes.
Sólo puedo decir, que en aquella madrugada del 11 de diciembre de 1983 yo también vi llorar a mi padre.
Y que aquellas lágrimas, a diferencia de las de Don Pío, eran de regocijo.
Nos queda mucho trabajo aún para construir 100 años de democracia, para terminar de armar el país que soñaron nuestros abuelos, y nuestros hijos merecen.
Radicales, unidos, ¡adelante!.
Amigo Berra
ResponderEliminarMás viejo que usted, estuve en la Federación de Box.
Vibré con ese primer discurso y me alegré el 11 de diciembre del ´83. El Juicio a las Juntas fue un hecho mayor, una bisagra en nuestra historia que las leyes de amnistía posteriores no modificaron.
Alfonsín en el ´83 fue la mejor opción y fue más allá de lo que muchos esperábamos.
Como Cristina ahora.
Un abrazo,
r.