El conjunto de precios de los distintos bienes y servicios de una economía, conforma el sistema de precios relativos. Sacando el dinero del medio, un sistema relativo de precios sería algo así como:
1 litro de leche = 10 pasajes de colectivo = 1/100 bombona de gas = ½ litro de nafta = ¼ de nalga = 1/1000 metro cuadrado de construcción de una casa = 1/100 de una cuota escolar = 1 blitz de aspirinas = 1/1000 de salario y asi sucesivamente con distintas proporciones de bienes y servicios.
Este conjunto de precios relativos, cumple el rol de dar certidumbre a la toma de decisiones de los ciudadanos, ya sea consumiendo o tomando decisiones de ahorro o inversión.
Si este conjunto de precios relativos se modifica vertiginosamente, no en la cantidad de dinero para comprar cada bien sino en las proporciones que igualan la relación entre ellos, los ciudadanos de un país se sentirán angustiados por la incertidumbre de no contar con información fidedigna para tomar decisiones y desenvolverse en su vida.
Durante los últimos 25 años, los argentinos hemos aprendido a convivir con casi todos los escenarios inflacionarios posibles.
En los ochenta, con tasas de interés internacionales por las nubes y precios de las materias primas por el piso, sabíamos que todos los precios se ajustaban al mes siguiente, de acuerdo a la inflación del mes pasado. Así, si el índice de precios subía un 5 % en abril, entonces los salarios se incrementaban en mayo en la misma medida. Si la inflación se aceleraba durante el mes corriente, los salarios perdían más de la cuenta. Si se mantenía estable en 5%, todo quedaba igual, a la espera del aumento del 5% del mes siguiente. Todo se indexaba de manera estable y previsible.
En los noventa, con tasas de interés internacionales por el piso y precios de las materias primas “normales”, usamos el crédito externo para financiar un peso apreciado y fijo cuyo efecto más notorio fue un régimen de inflación muy baja, que nos hizo olvidar de los ajustes mensuales. Una inflación pequeña, por ejemplo un 3% anual, no justifica indexar ningún precio.
El peso fuerte, la dependencia del mercado de capitales para financiarlo, nos hizo vulnerables a las crisis financieras externas. La recesión se hizo presente y los argentinos conocimos la deflación. Tuvimos nuestra propia crisis del ´29. A fines del los noventa y a principios de esta década, no había dinero, los precios se negociaban a la baja, aceptábamos “patacones” y otros papeles exóticos como moneda mientras el desempleo se disparaba a las nubes.
Devaluamos, no quedaba otra opción.
Apenas hecha la devaluación, sucedió lo que tenía que suceder. Los precios de aquellos bienes que se vendían en el exterior y el de aquellos que se importaban, aumentaron, mientras que los otros, los bienes que no tenían relación con el comercio exterior, se mantuvieron estables. Se produjo una primera distorsión de precios relativos. Un corte de pelo, que antes de la devaluación era igual a 10 litros de leche, ahora solo era igual a 5 litros de leche, porque la leche se exporta (o se exportaba) y el peluquero no está expuesto a ningún mercado internacional. Todos aquellos actores no expuestos a precios externos fueron más pobres respecto de los que sí lo estaban. Simplificando, Argentina exporta alimentos, entonces la pobreza y la indigencia crecieron exponencialmente.
A pesar de tantos pronósticos apocalípticos, la hiperinflación no se hizo presente . Tuvimos inflación alta por un tiempo acotado, el necesario para que todos los “transables” ajustaran al nuevo valor del dólar. El brutal desempleo del fin del régimen de convertibilidad fue el límite a un escenario hiperinflacionario como el de fines de los ´80. De esa manera, se pudo mantener un tipo de cambio competitivo, algo que no se había podido realizar durante la década del ’80, ya que la indexación se comía mes a mes las sucesivas devaluaciones.
El nuevo siglo empezó con una inflación potencial futura. A medida que el desempleo bajara, la economía naturalmente tendería a recomponer los precios relativos, de manera que el peluquero pudiera comprar cada vez más leche.
En esas condiciones comenzó asumió el actual gobierno en 2003.
1 litro de leche = 10 pasajes de colectivo = 1/100 bombona de gas = ½ litro de nafta = ¼ de nalga = 1/1000 metro cuadrado de construcción de una casa = 1/100 de una cuota escolar = 1 blitz de aspirinas = 1/1000 de salario y asi sucesivamente con distintas proporciones de bienes y servicios.
Este conjunto de precios relativos, cumple el rol de dar certidumbre a la toma de decisiones de los ciudadanos, ya sea consumiendo o tomando decisiones de ahorro o inversión.
Si este conjunto de precios relativos se modifica vertiginosamente, no en la cantidad de dinero para comprar cada bien sino en las proporciones que igualan la relación entre ellos, los ciudadanos de un país se sentirán angustiados por la incertidumbre de no contar con información fidedigna para tomar decisiones y desenvolverse en su vida.
Durante los últimos 25 años, los argentinos hemos aprendido a convivir con casi todos los escenarios inflacionarios posibles.
En los ochenta, con tasas de interés internacionales por las nubes y precios de las materias primas por el piso, sabíamos que todos los precios se ajustaban al mes siguiente, de acuerdo a la inflación del mes pasado. Así, si el índice de precios subía un 5 % en abril, entonces los salarios se incrementaban en mayo en la misma medida. Si la inflación se aceleraba durante el mes corriente, los salarios perdían más de la cuenta. Si se mantenía estable en 5%, todo quedaba igual, a la espera del aumento del 5% del mes siguiente. Todo se indexaba de manera estable y previsible.
En los noventa, con tasas de interés internacionales por el piso y precios de las materias primas “normales”, usamos el crédito externo para financiar un peso apreciado y fijo cuyo efecto más notorio fue un régimen de inflación muy baja, que nos hizo olvidar de los ajustes mensuales. Una inflación pequeña, por ejemplo un 3% anual, no justifica indexar ningún precio.
El peso fuerte, la dependencia del mercado de capitales para financiarlo, nos hizo vulnerables a las crisis financieras externas. La recesión se hizo presente y los argentinos conocimos la deflación. Tuvimos nuestra propia crisis del ´29. A fines del los noventa y a principios de esta década, no había dinero, los precios se negociaban a la baja, aceptábamos “patacones” y otros papeles exóticos como moneda mientras el desempleo se disparaba a las nubes.
Devaluamos, no quedaba otra opción.
Apenas hecha la devaluación, sucedió lo que tenía que suceder. Los precios de aquellos bienes que se vendían en el exterior y el de aquellos que se importaban, aumentaron, mientras que los otros, los bienes que no tenían relación con el comercio exterior, se mantuvieron estables. Se produjo una primera distorsión de precios relativos. Un corte de pelo, que antes de la devaluación era igual a 10 litros de leche, ahora solo era igual a 5 litros de leche, porque la leche se exporta (o se exportaba) y el peluquero no está expuesto a ningún mercado internacional. Todos aquellos actores no expuestos a precios externos fueron más pobres respecto de los que sí lo estaban. Simplificando, Argentina exporta alimentos, entonces la pobreza y la indigencia crecieron exponencialmente.
A pesar de tantos pronósticos apocalípticos, la hiperinflación no se hizo presente . Tuvimos inflación alta por un tiempo acotado, el necesario para que todos los “transables” ajustaran al nuevo valor del dólar. El brutal desempleo del fin del régimen de convertibilidad fue el límite a un escenario hiperinflacionario como el de fines de los ´80. De esa manera, se pudo mantener un tipo de cambio competitivo, algo que no se había podido realizar durante la década del ’80, ya que la indexación se comía mes a mes las sucesivas devaluaciones.
El nuevo siglo empezó con una inflación potencial futura. A medida que el desempleo bajara, la economía naturalmente tendería a recomponer los precios relativos, de manera que el peluquero pudiera comprar cada vez más leche.
En esas condiciones comenzó asumió el actual gobierno en 2003.
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