N o me gustan las Montañas Rusas. Para nada. La falta de gravedad sólo da cuenta de mi propia insignificancia. Peso, luego existo. El zarandeo zigzagueante, la oruga que trepa, se desplaza arriba, abajo, de costado, de cabeza. El deseo insaciable de que todo termine rápido. El listado de sensaciones horribles tienen a modo de preludio una primera pendiente intrigante. Lenta, con ruidos de metales que encastran por debajo del carrito que te lleva y de tus pies. Subís escuchando el ruido de unas cadenas despidiéndose del puerto, serpenteantes hacia el agua. Y llegás a la cima. Listos para zarpar y ante tus pupilas, el vacío. Silencio. Estás detenido. Mirás el horizonte y lo ves horizontal aunque no dudas de que la tierra es redonda. Una brisa fresca te mueve algunos pelos, te entrecierra los ojos y te alimenta un último respiro antes del drama incierto de un futuro extremo y brutal. ¿Sobreviviré? Y la respuesta inmediata no aparece, no aparecen palabras sino ideas superpuestas concep
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